Educar en sociedades desiguales

Paulo Freire (1972) decía que la educación es un proceso permanente de búsqueda esperanzada, lo que implica que ni la persona ni el mundo están determinados. Sería terrible sentir la opresión y no ser capaz de imaginar un mundo diferente, soñarlo como proyecto y luego esforzarse decididamente por construirlo (Freire, 2005). No es casualidad que este artículo comience con estas referencias a la pedagogía de Freire, ya que ayuda a centrarse en la responsabilidad que tienen las escuelas de efectuar cambios en el mundo exterior.

No todos los niños tienen las mismas oportunidades en los sistemas educativos, porque se derivan de las condiciones existentes en las sociedades de las que forman parte. La desigualdad no sólo está presente, sino que crece de forma alarmante en nuestras sociedades (Chancel et al., 2022). Es evidente que la escuela no debe ser cómplice de la perpetuación de los esquemas injustos utilizados para clasificar a los individuos y grupos. Sin embargo, la desigualdad en la educación ha aumentado desde principios del siglo XXI, especialmente entre los niños en situación de pobreza y desventaja (Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura [UNESCO], 2015). La UNESCO (2020a) ha afirmado que las oportunidades educativas se basan en la identidad, el origen social y las capacidades. La literatura académica también ha reportado que los sistemas escolares ampliamente diferentes favorecen a los niños que pertenecen a los grupos dominantes, mientras que ponen a otros en desventaja de acuerdo a su capacidad (Barton, 1996, 2009; Calderón-Almendros, 2018; Calderón-Almendros & Habegger, 2017; de Beco, 2016; Echeita, 2017; Graham & Slee, 2008; Oliver, 1990), el género (Arnot, 2008), la nacionalidad (Arber, 2005; Torres, 2008; van Dijk, 2005), o la clase social (Apple, 2004, 2005; Bernstein, 1996; Calderón-Almendros, 2011, 2015), entre otros. La exclusión de los valores y significados de las minorías y grupos sociales desfavorecidos, la traducción de sus condiciones y posiciones sociales en calificaciones y otras clasificaciones, y la segregación de los alumnos (por motivos de capacidad, salud, condiciones económicas o sociales, etc.) condenan a una buena parte de los niños al silencio. Las desigualdades debidas a la procedencia social se normalizan, y los niños en edad escolar son socializados en la asunción de que su situación social devaluada es legítima. Por lo tanto, desde la primera infancia la sociedad se distribuye en las escuelas en función del poder.

Esto tiene enormes repercusiones tanto en la vida de los alumnos como en la construcción de las sociedades, ya que las personas se sitúan en función de los conocimientos legitimados, las capacidades normalizadas y los comportamientos «deseables». Esto tiene fuertes implicaciones en el mercado laboral, la distribución de la riqueza y las oportunidades afectivas y sociales, entre otros ámbitos.

La educación es el reflejo de la persona y de su entorno; al conjugar lo que la realidad es con lo que idealmente debería ser, es necesaria una profunda revisión para revertir las formas de desigualdad y opresión que actualmente viven los niños y niñas tanto en nuestros sistemas escolares como en nuestras sociedades. Para hacer valer el derecho histórico a la educación, es imprescindible reflexionar sobre lo que impide a los grupos subordinados desafiar su destino en la escuela, y cómo entablar relaciones escolares que contengan la semilla de sociedades más amables, justas y equitativas. Esa es la principal ambición del movimiento internacional hacia sistemas educativos más inclusivos. En este proceso, la escolarización inclusiva de los alumnos considerados como discapacitados parece ser el mayor reto imaginable. Es, por tanto, la mejor manera de calibrar nuestras convicciones y principios morales y éticos en cuanto a la aceptación y valoración de las diferencias humanas dentro de la escuela, y un preludio de lo que podría ocurrir después fuera de ella.