Delimitar la educación inclusiva

Las escuelas inclusivas están vinculadas a la siguiente pregunta planteada por Alain Touraine (2000): «¿Podemos vivir juntos?». Una respuesta afirmativa a esta pregunta exige dejar de mirar hacia otro lado y permanecer indiferente ante las desigualdades injustas asociadas al género, el origen social, la discapacidad, la orientación sexual o el territorio en el que se vive. Sin embargo, el mandato recibido por la escuela tradicional ha estado históricamente relacionado con la producción o la reproducción de una sociedad estratificada, segregada y desigual (Althusser, 1971; Baudelot & Establet, 1971; Bernstein, 1971, 1996; Bourdieu & Passeron, 1977; Bowles & Gintis, 1976). La educación inclusiva se presenta como un gran proyecto social y educativo que puede transformar esta herencia. Se basa en el deseo de aprender a vivir juntos, desafiando las desigualdades históricas y la discriminación persistente. Vivir juntos independientemente de cualquier característica o condición que, hasta hoy, ha servido para justificar diferentes tipos de segregación (por género, etnia, capacidad o procedencia) que marginan, menosprecian, maltratan o abusan de las personas. En esencia, se trata de una cuestión política que tiene que ver con el proyecto de sociedad en el que queremos vivir (Slee, 2011).

Sin embargo, hacer realidad este deseo ha resultado ser una tarea compleja, desafiante y multifacética a la que se enfrentan diariamente los profesores y las familias. Intentan resolverlo recurriendo a sus conocimientos (no necesariamente actualizados), a sus actitudes (a veces prejuiciosas) y a sus recursos (generalmente) limitados en el caso de los alumnos con discapacidad (alumnos con [dis]capacidad), que es el hilo conductor de este artículo. Una de las dificultades añadidas está asociada a la necesidad de cuestionar algunos aspectos nucleares y muy arraigados de la cultura y el sentido común en la escuela tradicional. Entre ellos, la influencia que la educación especial sigue teniendo en el imaginario colectivo y las relaciones de poder que conforman el tejido social de las escuelas. Una educación especial que sigue basándose en el modelo médico de la discapacidad, dentro del cual las dificultades de aprendizaje se interpretan como patologías individuales (Allan, 2010; Barton, 2001; Slee, 2011). Esto contrasta con la lógica de la educación inclusiva, que defiende que los retos escolares no se encuentran dentro de los individuos, sino entre ellos (en la cultura, las políticas y las prácticas escolares). En otras palabras, entender que la educación inclusiva no es una progresión lineal y que tiene una naturaleza diferente de las «necesidades educativas especiales» requiere un esfuerzo (Slee y Allan, 2001).

Hay que insistir mucho en que los destinatarios de la educación inclusiva son todos los alumnos, sin exclusiones. La educación inclusiva no se dirige únicamente a un pequeño grupo de alumnos, aunque la justicia social exige que se preste especial atención a los alumnos más vulnerables. Dado que la inclusión solo puede entenderse a partir de una preocupación por la justicia y la equidad, se considera que la presencia, la participación y los logros de todos los alumnos son igualmente importantes (UNESCO, 2017). Como hemos argumentado, para lograr este objetivo en la medida que merece un derecho humano universal, se debe prestar especial atención a los grupos e individuos que han sido sistemáticamente silenciados en las escuelas (Calderón-Almendros & Habegger, 2017; de Beco, 2016; Freire, 1985; Gibson, 2006; Mojtar-Mendieta & Calderón-Almendros, 2021; Watson et al., 2020).