Presencia, participación y aprendizaje

La UNESCO (2017, p. 13) define la inclusión como «un proceso que ayuda a superar las barreras que limitan la presencia, la participación y los logros de todos los alumnos.» Estas son sus tres dimensiones clave.

La idea de presencia se refiere al lugar en el que se escolarizan los alumnos. Todos deben aprender juntos en escuelas y espacios educativos comunes, participando en actividades escolares y complementarias. Todos los alumnos deben compartir la sala común, el patio de recreo, el comedor, así como las excursiones, las fiestas o los proyectos comunitarios con sus compañeros. La educación inclusiva es por lo tanto, es contraria a la segregación sistemática de determinados alumnos en grupos, aulas o centros diferenciados en función de su rendimiento, capacidad, salud, origen, grupo étnico, orientación sexual o por cualquier otro motivo. Estas divisiones atentan contra el derecho de los niños a conocer y valorar la diversidad humana, ya que necesitan aprender a vivir en paz y armonía con todas las facetas de la diversidad.

Una vez garantizado el prerrequisito de la presencia, el modelo ecológico de Doyle (1977) puede ser ilustrativo para comprender las demás dimensiones. Reconoce dos subsistemas interdependientes en la escuela: la estructura de las tareas académicas y la estructura de la participación social. La estructura de las tareas académicas requiere revisar la concepción actual del currículo escolar, todavía demasiado centrado en las asignaturas, regido por el modelo de transmisión y estructurado por niveles, con el supuesto inherente del desarrollo homogéneo de todos los alumnos. Por el contrario, la educación inclusiva se basa en metodologías de enseñanza que promueven el descubrimiento, la experimentación, la investigación y el diálogo. Esto acercaría la cultura escolar a la vida de los alumnos, lo cual es imprescindible para todos los alumnos, pero para los alumnos desfavorecidos en particular. Los niños y sus familias también demandan que sus culturas de origen estén en contacto con la cultura que se pretende desarrollar en la escuela (Esteban-Guitart y Saubich, 2014). El segundo subsistema de Doyle, la estructura de participación social, se centra en la necesidad de reestructurar las relaciones en el entorno escolar. Una educación democrática que se construye a través del diálogo permite la construcción de identidades más allá de la hegemónica, porque considera que los conflictos son el punto de partida de los procesos educativos y permite la transformación de toda la comunidad.

La participación en la educación implica aprender con otros y trabajar juntos durante las clases, lo que incluye comprometerse activamente con lo que se aprende (Shirley y Hargreaves, 2021). También implica una preocupación por el bienestar personal y social de los alumnos en su experiencia escolar. McDermott et al. (2021) han analizado los «sentimientos de pertenencia», que ellos y otros consideran un componente clave para los procesos inclusivos. Se basan en el trabajo de Goodenow (1993), quien definió «‘el sentido de pertenencia o la pertenencia psicológica de los estudiantes… [como] el grado en que los estudiantes se sienten personalmente aceptados, respetados, incluidos y apoyados en el entorno social de la escuela» (p. 80).

Es decir, se trata de un concepto que aglutina los afectos, las emociones y las relaciones positivas en la vida escolar de los alumnos, así como el papel que todos ellos desempeñan, incluyendo el tener amigos y grupos de referencia con los que compartir actividades significativas de la vida escolar. Esto implica también que los alumnos participen en las decisiones que les afectan, reforzando así su agencia y autodeterminación. En definitiva, este enfoque se centra en garantizar que sus voces sean escuchadas y valoradas (Messiou y Ainscow, 2015), algo que, por cierto, también es un derecho reconocido en la Convención sobre los Derechos del Niño (Naciones Unidas [ONU], 1989). Para que esto ocurra, hay que fomentar un clima de igualdad en el que todas las personas se sientan reconocidas y seguras siendo quienes son, lo que les hace sentirse orgullosas. De este modo, no se les compara con una idea prototípica de la identidad correcta, que suele traducirse en el ideal del buen estudiante. Esto exige recuperar la categoría hegeliana de la lucha por el reconocimiento (Fraser y Honneth, 2003), como parte de la tensión entre la identidad y las diferencias. La participación, por tanto, tiene que ver con la valoración de la persona, la construcción de identidades a partir de esa valoración colectiva y la ausencia de violencia que pueda restringirla. El aprendizaje tiene que ver con la preocupación de que todos los alumnos de la escuela tengan el mejor rendimiento y desempeño escolar posible en las diferentes áreas del currículo en cada etapa educativa establecida para todos los alumnos. Este rendimiento esperado no debe estar influenciado por expectativas negativas, prejuicios o falsas creencias sobre la capacidad de aprendizaje de algunos alumnos. El aprendizaje y el rendimiento deben prestar más atención al reconocimiento del progreso individual de cada alumno en cuanto al desarrollo de las competencias básicas y esenciales que faciliten su inclusión en la vida social y laboral, que a una evaluación calificativa que se traduzca en notas numéricas. Esta dimensión está estrechamente vinculada a la participación, ya que el conocimiento requiere un reconocimiento previo (Puig-Rovira, 2012).

La educación inclusiva no puede reducirse, por tanto, a una mera cuestión de plazas (presencia), aunque sea un requisito necesario. Se trata de un proceso complejo y dilemático que busca articular equitativamente las tres dimensiones para desarrollar políticas escolares, culturas y prácticas de aula que tengan en cuenta a todos los alumnos sin excepción, «creando comunidades en las escuelas y en las aulas donde todos los alumnos pertenecen y son valorados positivamente» (Olsson y Nilholm, 2022, p. 2).

Estas tres dimensiones también nos ayudan a comprender mejor el concepto de exclusión educativa. Desde esta perspectiva, los procesos implicados en la exclusión educativa se refieren a las situaciones y condiciones que mantienen o generan la segregación en espacios separados, supuestamente para satisfacer las necesidades individuales y específicas de los alumnos. Esto conduce a la marginación, el maltrato o el desprecio (y otras emociones) opuestos al reconocimiento, la participación y el bienestar personal y social, y tiene como resultado el fracaso escolar o el abandono de los alumnos (en contraposición al aprendizaje y el rendimiento de todos los alumnos), lo que constituye una gran preocupación en muchos países (Lyche, 2010). Por todo ello, el camino hacia la inclusión pasa por el reconocimiento de las barreras que limitan el ejercicio efectivo del derecho a una educación de calidad sin exclusiones, para tratar de eliminar o reducir esas barreras.

El concepto de barreras es clave en esta perspectiva porque se refiere al conjunto de factores (actitudes, creencias, políticas, prácticas de aula, etc.) que limitan o pueden limitar la presencia, el aprendizaje y la participación, así como el reconocimiento y la valoración de la diversidad del alumnado en cada centro. Se trata de dificultades, problemas o desventajas generadas por factores contextuales que, desde una perspectiva sistémica, se sitúan en las culturas escolares, las políticas y las prácticas de aula. Cuando estos factores interactúan con las características personales de los alumnos, ponen de manifiesto la desventaja que muchos estudiantes experimentan de forma habitual (Booth y Ainscow, 2011). Así como hay barreras, también hay recursos de apoyo tanto dentro como fuera de las escuelas (Puigdellivol et al., 2019) que operan como factores de protección. Se encuentran de nuevo en las culturas escolares, las políticas y las prácticas de aula y en el entorno cercano. Cuando estos apoyos interactúan con las características y necesidades de los estudiantes, pueden promover la articulación equitativa de la presencia, la participación y el aprendizaje que está en el centro de este esfuerzo inclusivo. Por lo tanto, cabe suponer que:

La educación inclusiva significa que todos los alumnos pueden beneficiarse de los mismos sistemas educativos y las mismas escuelas. Los métodos de aprendizaje y los materiales educativos que atienden a las necesidades de todos los alumnos se integran en el sistema, de modo que se eliminan las barreras que pueden limitar la participación. (UNESCO, 2019, p. 6)

Es importante hacer una última observación en este apartado: las barreras no son inamovibles y los recursos de apoyo se pueden construir y hacer sostenibles (Echeita, 2022). Esto desafía las visiones deterministas de algunas personas y grupos y ayuda a reconocer la educabilidad de todo ser humano y la naturaleza social y cultural de la educación, albergando así la esperanza de un mejor desarrollo que impulse el cambio. Esta esperanza no se limita a la espera, que es banal, sino que necesita ser llevada a la práctica para convertirse en historia concreta (Freire, 2021). Es una lucha por la transformación de las relaciones de poder que mantienen el orden actual en las escuelas, reconociendo que no son los otros (subalternos) (Spivak, 2006) los que deben adaptarse, sino que el cambio debe producirse tanto en nuestro interior como en las relaciones de opresión con los que han sido históricamente excluidos, marginados o segregados.