La lucha por el reconocimiento de la educación inclusiva como derecho humano

No es la primera vez que se unen grandes esfuerzos para conseguir lo que deseamos, algo que tenemos la capacidad y el deber de hacer. Todos los avances sociales se han deseado y esperado primero desde la convicción de que el cambio es posible. Así se construyó la Declaración Universal de los Derechos Humanos, sólo tres años después del final de la Segunda Guerra Mundial. La gente había experimentado tal nivel de barbarie que quería reconocer que existen derechos básicos por el mero hecho de ser humano. La falta de consenso inicial hizo que se formalizara como una declaración (un ideal a perseguir) en lugar de ser un tratado internacional vinculante. Con el tiempo, y tras un persistente y esperanzador trabajo, se alcanzó el consenso internacional y la protección de los derechos humanos se convirtió en obligatoria. Esto se articuló a través de los nueve tratados que conforman el llamado Código Internacional de Derechos Humanos: (a) sobre la Eliminación de la Discriminación Racial; (b) sobre los Derechos Económicos, Sociales y Culturales; (c) sobre los Derechos Humanos; (d) sobre la Eliminación de la Discriminación contra la Mujer; (e) contra la Tortura; (f) sobre los Derechos del Niño; (g) sobre los Trabajadores Migratorios; (h) contra las Desapariciones Forzadas; e (i) sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, el primer tratado promulgado sobre este tema en el siglo XXI. Constituyen un proyecto de gran envergadura, ya que intentan hacer valer un compromiso de engrandecimiento de la humanidad, que se consigue eliminando todas las formas de discriminación que la someten y degradan.

Los derechos humanos son instrumentos político-jurídicos con un sustrato moral que sirve de base para la promoción de que el mayor número de personas pueda diseñar su proyecto de vida y actuar para conseguirlo, desarrollando su personalidad en todo su potencial (Campoy, 2015). La educación juega un papel destacado en este objetivo, ya que es un derecho habilitante y necesario para el ejercicio y disfrute de otros derechos fundamentales.

La confluencia de la Convención relativa a la Lucha contra las Discriminaciones en la Esfera de la Enseñanza (UNESCO, 1960), la Convención Internacional sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación Racial (ONU, 1965) y el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (ONU, 1966) marcó el camino para proporcionar gradualmente una educación para todos. El Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales estableció que la educación debe tener cuatro características fundamentales: las escuelas deben estar disponibles; deben ser accesibles física y económicamente, sin discriminación; su forma y su fondo deben ser aceptables; y las escuelas deben ser suficientemente adaptables para educar a todos los niños (Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de las Naciones Unidas [CDESC], 1999). La Convención sobre los Derechos del Niño (ONU, 1989) consagra el derecho de todos los niños a recibir una educación sin discriminación de ningún tipo, destaca la obligación de los Estados de garantizar el cumplimiento efectivo de ese derecho, reconoce el interés superior del menor y desarrolla los objetivos de la educación. Estos objetivos refuerzan los ya establecidos en el artículo 26 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos: «La educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana y el fortalecimiento del respeto a los derechos humanos y a las libertades fundamentales» (ONU, 1948).

El largo proceso aquí analizado también tuvo otros hitos importantes, como dos conferencias internacionales promovidas por la UNESCO en la década de 1990. La primera fue la Conferencia de Jomtien, en la que se aprobó la Declaración Mundial sobre la Educación para Todos (UNESCO, 1990). Esta Declaración señalaba la necesidad de identificar los obstáculos que impiden o limitan el acceso universal a la educación y la satisfacción de las necesidades básicas de aprendizaje como un derecho que tienen todos los niños y jóvenes, sin excepción. Sin embargo, una vez más, la situación y las necesidades de los alumnos considerados como discapacitados quedaron un poco al margen en los documentos que dieron lugar al programa de Educación para Todos promovido por la organización. Cuatro años más tarde, se celebró otra conferencia en Salamanca con la asistencia de más de 300 representantes de 92 gobiernos y 25 organizaciones internacionales, en la que la comunidad internacional dio un nuevo impulso a la aspiración de la Educación para Todos. Esto se materializó en el lanzamiento del constructo Educación Inclusiva, que en aquella ocasión no se olvidó de nadie, aunque apoyó específicamente sus propuestas en la mejora de la educación de los entonces considerados alumnos con necesidades educativas especiales (NEE). La relación entre ambos movimientos se hizo finalmente evidente y surgieron sinergias muy oportunas. Mientras que el principio fundamental de la Educación para Todos es que todos los niños deben tener la oportunidad de aprender, la Educación Inclusiva se basa en el principio de que deben hacerlo todos juntos (Peters, 2003). La Declaración de Salamanca (y el Marco de Acción sobre Necesidades Educativas Especiales) representó un gran cambio en las políticas educativas. Marcó el inicio de una gran reforma de las escuelas ordinarias para permitir que aquellos que habían sido escolarizados en escuelas de educación especial se integraran en el sistema escolar ordinario. El propósito era combatir las actitudes discriminatorias y facilitar la tarea de construir sociedades más inclusivas (UNESCO, 1994). La Declaración de Salamanca fue un hito importante en la historia de la educación. Sus principales análisis y propuestas siguen siendo válidos y pertinentes hoy en día, y su valor añadido fue que marcaron el camino de las políticas públicas en este ámbito (UNESCO, 2020b).

Sin embargo, el desarrollo legal más significativo para la educación inclusiva se produjo cuando se incluyó el artículo 24 de la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (CDPD) como un derecho (ONU, 2006), sustituyendo así la concepción del derecho a la educación que se tenía hasta entonces.

La CDPD y su Protocolo Facultativo (ONU, 2006) fueron aprobados en diciembre de 2006, abriéndose a la firma el 30 de marzo de 2007. Desde entonces, la educación inclusiva se ha formalizado como un derecho de todos los alumnos, con una Convención que ha sido ratificada por 184 países y que fue el primer instrumento jurídico vinculante que contenía una referencia explícita al concepto de educación inclusiva.

La Observación General nº 4, elaborada por su comité de seguimiento, es el avance más importante dentro de este marco legal en relación con el derecho a la educación. En ella se hace explícita la diferencia entre inclusión, segregación e integración (Comité de las Naciones Unidas sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad [CDPD], 2016). Cabe destacar que no se trata de una mera declaración más, como lo fue en su momento la Declaración de Salamanca, en la que la inclusión educativa se consideraba un principio destinado a orientar las políticas públicas, pero que no era vinculante para los estados parte. Por el contrario, la CDPD estableció la educación inclusiva como un derecho positivo y subjetivo que obliga a las autoridades a crear las condiciones necesarias para su disfrute efectivo; de lo contrario, equivaldría a la inexistencia de ese derecho (Echeita & Ainscow, 2011).

El «Estudio temático sobre el derecho de las personas con discapacidad a la educación» del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos no dejó lugar a dudas de que «el derecho a la educación es un derecho a la educación inclusiva» (ONU, 2013), algo que fue ampliamente abordado en la Observación General Nº 4 sobre el derecho a la educación inclusiva (CDPD de la ONU, 2016). Por lo tanto, «debatir los beneficios de la educación inclusiva puede considerarse tanto como debatir los beneficios de la abolición de la esclavitud, o incluso del apartheid» (UNESCO, 2020a, p. 5).

Sin duda, la indignación por la aplastante exclusión que han sufrido y siguen sufriendo las personas con discapacidad, especialmente en las escuelas, fue un importante impulso para la movilización mundial y el desarrollo de la CDPD (Palacios, 2008). Según el modelo social de la discapacidad que subyace en la CDPD, que la educación inclusiva asume y traslada a otras posibles situaciones de desventaja, la discapacidad es el resultado de una interacción entre las personas con deficiencias y las barreras sociales, que pueden ser físicas, legislativas, actitudinales, etc. (de Beco, 2014; Ngwena, 2013; Palacios, 2008). Esta noción de desventaja como una interacción entre el contexto y el individuo puede aplicarse a cualquier forma de vulnerabilidad. Esto introduce una epistemología transformadora de la discapacidad en el discurso dominante de los derechos humanos, así como un cambio en el paradigma educativo que afecta a toda la población y busca mejorar la forma en que los sistemas educativos atienden a todos los niños y jóvenes. Se centra especialmente en los colectivos desfavorecidos y pretende profundizar en el interés superior de los menores a lo largo de la infancia, así como en la participación efectiva de todos los niños en los contextos en los que viven (Campoy, 2017). Por tanto, cabe destacar que, si bien el debate sobre la educación inclusiva se originó en el discurso de la discapacidad, se ha ido entendiendo como parte de una transformación social y educativa más amplia (Lorna, 2017). Este importante paso que supone el reconocimiento de la educación inclusiva como un derecho para todos ha sido posible gracias a los esfuerzos de los movimientos asociativos de las personas con discapacidad y, sin embargo, esta población aún está lejos de disfrutar plenamente de sus beneficios (de Beco, 2016).

La educación inclusiva tiene un papel fundamental dentro de los compromisos de derechos humanos, ya que es necesaria para la inclusión social y económica y la plena participación en la sociedad. Es decir, el resto de los derechos humanos dependen del derecho a la educación inclusiva. Esto se materializa en el Objetivo de Desarrollo Sostenible número 4 de la Agenda 2030 de Naciones Unidas: «Garantizar una educación inclusiva y equitativa de calidad y promover oportunidades de aprendizaje durante toda la vida para todos», que se elaboró en el Foro Mundial de la Educación 2015 a través de la llamada Declaración de Incheon (UNESCO, 2016). No cabe duda de que la educación inclusiva está en la agenda política internacional y que la producción de investigación internacional sobre este tema ha aumentado en las últimas décadas para apoyar la lucha contra las persistentes barreras encontradas.